Los primeros rayos de sol estampaban en la pared de la habitación las mariposas de las cortinas que, mecidas por la tenue brisa, hacían el efecto de un vuelo bidimensional sobre el papel pintado con flores de colores imposibles, ositos de peluche jugando con elefantes rosados y setas habitadas por enanitos con larga barba blanca, casaca verde y gorro rojo y picudo. Era una primavera ficticia y exclusiva que duraba solamente el tiempo empleado por el sol en ocultarse tras la espesa humareda que las chimeneas de las fábricas arrojaban a la atmósfera de la ciudad. Pero a la niña le bastaba con eso. Esa noche había soñado con el cuento de hadas que su profesora le había encargado leer, y al despertar creyó que aún seguía dormida viendo el revoloteo caprichoso de las fantásticas criaturas sobre su propia cama. Con los ojos abiertos a duras penas, aún poseída por la somnolencia, escuchó a su hermano en la habitación contigua que preparaba los libros y materiales en su mochila y a su madre que la llamaba desde la cocina mientras terminaba de disponer el desayuno para los dos. Era otro día de colegio. Saltó por fin de la cama y se vistió con el chándal, hoy tenían clase de educación física. Se echó la bandolera al hombro y, mientras salía de la alcoba, miró furtivamente las figuras en la pared antes de que la penumbra borrara definitivamente su rastro hasta la mañana siguiente. Cuando se lo contara a su compañera Inés, seguro que le diría que las hadas no existen, pero ella sabía que eso no era cierto, porque todas las mañanas venían a desearle los buenos días…
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